domingo, 2 de agosto de 2009

Iballa en Piedra




Allí estaba ella, sentada frente a la plaza viendo los colores de las flores que salpicaban la avenida del puerto. El sol se mostraba más radiante que nunca frente a la torre que rodea el parque del Conde. El espacio conjugaba veces historia, veces leyenda y entretejía relatos de señores y aborígenes que absorto escuchaba a aquel viejo pescador frente a la playa. Creo que su nombre era Iballa. Su nombre me recuerda a aquella princesa mancillada por la crueldad de Peraza y cuya historia elevó al cielo el nombre de la isla. Quizá debía acercarme a ella, preguntarle qué hacía allí sola, en la más terrible de las soledades y dispuesta a que cualquier transeúnte la mirase como quien mira una roca o una ola, sin mayor gloria que la de estar en un momento y en un espacio concreto. Lo cierto es que caminé hacia su banco silente, lo más sigiloso que sabía con tal de verla de cerca, de admirar cómo su pelo alborotado acariciaba la brisa de aquella tarde de abril. Sin embargo, poco a poco, me fui dando cuenta que su pelo, aquel que jugaba dulcemente con el viento, se convertía lentamente en piedra inerte. Rápidamente corrí hacia ella para tocarla y ver si era sólo producto de mi imaginación o si realmente, cual Apolo y Dafne, se estaba transformando en otro ser. Al llegar hasta ella me di cuenta que ya no era una mujer, se había transformado en una bella figura petrificada de semblante triste. La recogí y la deposité donde aún hoy se esconde, en lo alto de la torre. Quien sabe si allí esperará ser elevada al cielo o si aún, muchos siglos después, aguarda a que Hernán Peraza la rescate del abismo de su soledad.

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