sábado, 21 de agosto de 2010

Vladimir Maiakovsky (Baghdati, Georgia, 1893 – Moscú, 1930)

¿Se atreve?

Yo emborronaré el mapa de lo vulgar
vertiendo la pintura en un vaso.
En un plato de gelatina mostré
los pómulos oblicuos del océano.

En las escamas de un pez de hojalata
leí la llamada de nuevos labios.
Y usted
¿se atreve
a tocar un nocturno
en la flauta de los canalones?

René Portocarrero



El 2010 viene a sellar las bodas de plata del pintor de las floras con la muerte. Fue repentino el pacto de René Portocarrero y la parca, aunque mucho se haya dicho de su vida desgastada por el alcohol y el sufrimiento ya para 1985. La obra del artista se detuvo por primera vez y para siempre desde que en su infancia conociera el goce de la creación. Dejaron de proliferar los lienzos, las acuarelas, los dibujos, las cerámicas y los vitrales que solo se habían interrumpido temporalmente mientras el hombre viajaba a otro país y el alma se quedaba en Cuba.

Poco confesó a la prensa quien, sin embargo, se conocía por sus charlas amenas en familia y conversaciones deleitables con amigos cercanos. A escasas personas corresponde el privilegio de haberlo escuchado describir su yo más íntimo, que desde afuera, otro tal vez pueda dibujar como un alfiletero en el cual se enganchan felicidad, lujo, dolor, pobreza, buen humor, incomprensión, celos, fama y compromiso.

La crítica llovió sobre su trabajo desde que en 1934 presentara su primera exposición en el Lyceum de La Habana. Los papeles que faltan sobre la vida privada de Portocarrero abundan sobre la trascendencia de este pintor de la llamada segunda vanguardia de la plástica cubana. El fenómeno que algunos definen como arte de estilo barroco —el primero de ellos, Alejo Carpentier—, y que germinó casi al margen de la escuela, dejó huellas en las revistas Verbum, Espuela de Plata, Orígenes y Tricontinental; en la Cárcel de La Habana (mural religioso); en la iglesia de Bauta; en el Museo de Arte Moderno de New York (exposición personal en 1944); en la cerámica de Santiago de Las Vegas; en el restaurante Las Ruinas del Parque Lenin; en la cartelística del ICAIC; en los salones más importantes del Consejo de Estado y de Ministros de la República; en el Teatro Nacional de Cuba; el Museo Nacional de Bellas Artes y muchos otros espacios.

Habría que preguntarse si cientos de cuartillas, tantas palabras, han llegado alguna vez a comprender el cosmos agazapado detrás de los interiores del Cerro, los carnavales, los diablillos, las máscaras y las floras que Portocarrero quiso poner en colores para hablar de lo cubano. De todos modos, no sobrará nunca, para lograr explicar la quintaesencia de esta obra, el intento de tomar la máquina del tiempo y el lente del curador y volver sobre su niñez espléndida, las mudanzas de la familia, los días de hambre, la amistad con Lezama o con Mariano, el vuelco del ´59, las exposiciones, el vínculo con mujeres rebeldes como Celia Sánchez y Haydée Santamaría, los poemas propios, el país y el amor.

Hay una luz amarilla encendida en una ventana sobre un lienzo de La Habana. Puede ser René Portocarrero quien espera frente al mar.